#143. La Bruja de Wall Street
“Siempre he tenido cabeza para los números. Se encienden y me cuentan una historia.”
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La Bruja de Wall Street
“Voy por mi propio camino. No acepto socios. Nunca arriesgo la fortuna de nadie más.”
Corre el año 1845.
Tu familia cree en un principio fundamental: un heredero es un simple administrador de la fortuna familiar. Su deber es aumentarla y preparar al siguiente.
Así que, mientras otras niñas aprendían modales, tú aprendías de mercados financieros.
Lo que más te gusta al caer la tarde es sentarte con tu abuelo. Su vista falla. La tuya no. Tu abuelo te pide leer en voz alta los artículos sobre el comercio, las cotizaciones, los debates sobre divisas y los chismes financieros de Nueva York.
A los 15 años sabes más de bonos y ferrocarriles que muchos hombres hechos y derechos. Años más tarde reconocerías que “No hay nada mejor que esta clase de formación: llevar la cuenta de cada centavo y exprimir cada dólar”.
Tu mente se va forjando para los números, y también para los grandes momentos.
Aprendes de tu padre. “Nunca debas un centavo”, te dice. Lo ves prosperar en las crisis porque siempre tiene liquidez y jamás usa deuda. Aprendes la lección que definirá tu vida: ten efectivo a mano, y espera a que llegue el pánico. Cuando todos vendan por miedo, tú comprarás barato.
También aprendes otra cosa: a veces, aquellos a los que más quieres no creen del todo en ti.
Tras educarte a su lado, tu padre deja la mayor parte de su fortuna en un fideicomiso administrado por otros. Eso te duele. Transformas esa herida en un modelo mental que te acompañará siempre: durante toda tu vida trabajarás sola, sin socios, sin pedir permiso, y arriesgando sólo tu propio dinero.
Te mudas a Nueva York. En vez de interesarte por salones o bailes, te presentas en el Chemical Bank para abrir una cuenta. Te conviertes en su cliente más importante. Tan importante que te dan una mesa fija en el propio banco para que administres tu capital.
Tus días empiezan bien temprano, a las 7 de la mañana.
Te sientas en un pupitre en medio de la sala. Periódicos amontonados, cupones por recortar, balances por auditar y corredores de bolsa por interrogar.
Te ofrecen una oficina privada, pero la rechazas. Prefieres el ruido, la información sin filtrar, la fricción con la realidad. Sueles decir: “Cuando he leído, preguntado, investigado, y sé el valor verdadero y el riesgo que asumo, entonces invierto.”
Tu uniforme es un vestido negro de alpaca, capeado y sin adornos. Algunos te toman por pobre, lo que te divierte muchísimo. Un día, un banquero al que conoces te ve bajar del tranvía cargando un maletín lleno de bonos al portador. Al verte, te dice: “¡Eso es peligroso! ¿Por qué no pidió usted un carruaje?”
Le clavas la mirada: “Un carruaje quizás puede pagarlo usted. Yo no.” Tu principio de austeridad es implacable. Años más tarde reconocerás que “si vigilas los centavos, los dólares se encargan siempre de sí mismos”.
No te interesa parecer rica. Te interesa serlo.
Llegan los diferentes momentos de pánico. 1857. 1873. 1893. 1907. La mayoría, apalancada hasta las cejas, corre a vender. Tú no corres. Tú no vendes. Tú compras. “Entro en las bajadas y salgo en las subidas. Compro cuando nadie lo quiere.”
Empiezas a amasar una inmensa cartera de inmuebles, bonos del tesoro, acciones e hipotecas ferroviarias a precios de derribo. Te sobra estómago. Te sobra efectivo. Te sobra independencia.
En 1907, los tipos de interés a corto plazo se disparan.
Durante semanas, la gente observa con estupor a los grandes hombres del momento, con su sombrero de copa y sus elegantes tarjetas grabadas entre sus manos, hacer fila delante de tu mesa en el Chemical Bank.
Necesitan la liquidez de una mujer para empeñar mansiones y coches. ¿Tu modelo mental? No pateas a nadie cuando está en el suelo. Es mal negocio. Es mucho mejor prestarles dinero.
Un día tomas una decisión nunca vista: decides prestar tu dinero a tipos de interés más bajos que los oficiales. El New York Times del 7 de enero de 1911 lo cubre a gran titular, como si fuera un anuncio del banco central. Has prestado a Nueva York 1 millón de dólares al 2% cuando el precio del dinero en mercado está en el 3,5%. Te llaman “The single-woman Federal Reserve”. Te conviertes, de facto, en la prestamista de último recurso de Nueva York.
En tu mesa no solo hay cash. También hay un revólver. Cuando Collis Huntington amenaza con encarcelar a tu hijo Ned por una disputa ferroviaria en Texas, tus ojos se afilan: “Hasta ahora trataste conmigo como mujer de negocios. Ahora te enfrentas a una madre. Toca un cabello de Ned y te pego un tiro en el corazón.” El magnate sale corriendo, olvidando incluso su sombrero.
Al poco tiempo envías a tu hijo Ned al frente: a sus 24 años le haces presidente de un ferrocarril desvencijado que has comprado a descuento. Ned te manda telegramas todos los días contándote sus dilemas. Tu respuesta es siempre la misma: “Estás en el terreno. Ocúpate de tu negocio.”
Tu filosofía es que el capitán del barco acaba muriendo siempre. Si no aprendes a tomar el timón, antes o después el barco encalla. O aprendes haciendo, o no aprendes.
Tu matrimonio naufraga por algo que no puedes perdonar: tu esposo pignora sin tu permiso medio millón de tu dinero para cubrir sus deudas. Tú, que evitas la deuda a toda costa, jamás perdonas que alguien use tu dinero para pagar una.
Te separas, pero no te divorcias. Eso sería mal negocio.
Eres Henrietta Howland Green, más conocida como Hetty Green.
Te llaman la Bruja de Wall Street, la Reina del Dinero, la mayor avara del mundo. Te ríes por dentro. Tu juego nunca fue el consumo. Fue el interés compuesto.
A tu muerte, en 1916, tu patrimonio suma 100 millones, más de 2.000 millones de dólares a día de hoy. Y todo con reglas duras pero sencillas: no tengas deuda, ten efectivo a mano, sé paciente, investígalo todo hasta el hueso, compra bajo, vende alto… y duerme en paz.
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Excelentes historias Rafa. Uno va incrementando la cultura contigo.
Jajajaja, me encanta!!!!